Os cuelgo mi última columna para el Diari de Santa Coloma (nº 379), una divagación como otra cualquiera sobre el paso del tiempo con la excusa del inicio de un nuevo año. Y, por si os pareciera excesivamente denso, este número incorpora mi relato Ritmo de la noche cerrando la sección de cultura a toda página, una boutade porque yo lo valgo (pinchad en el enlace y ya me diréis).
OTRO AÑO PASA
El tiempo va pasando y todos nos recordamos de manera
benévola. Éramos más altos, más guapos, desde luego más delgados. Éramos
jóvenes o no tanto, pero siempre menos mayores.
En las fotos nos afeaban las gafas o las ropas, lo efímero
de las modas, el ambiente de los lugares baratos en los que esparcíamos nuestro
ocio de proletarios. Ocurría incluso después, cuando, con más medios, seguíamos
siendo austeros, sin duda por la fuerza de la costumbre. En las más viejas aún
persisten las resacas de la postguerra, los grises del franquismo, el grano de
cámaras malas con malos objetivos y peores películas fatalmente reveladas.
Éramos pésimos actores, aunque protagonistas sinceros.
A estas alturas de la vida uno echa la vista atrás y se
reconoce y tiene que dejar de mentirse y admitir lo que se es, lo que no se
pudo ser, lo que tal vez no se pueda llegar a ser. Ser o no ser, si la mala
suerte no se cruza en tu camino.
Se ve uno rodeado de rostros de fantasmas con nombres que no
inquietan, puesto que forman parte del fantasma que cubres con las sábanas del
día a día de los días anodinos o no tan anodinos. Recrean días de gloria las
más de las veces las imágenes del pasado, que se hace presente cuando lo
recobras por unos minutos, y te genera rechazo, ternura, una sonrisa
condescendiente, cosquilleo de vísceras, vacío o lágrimas agridulces. Son esas
fotos los eslabones de una cadena de vidas fingidas o de vidas vividas, o de
vidas imaginadas por estar impresas en un papel o en un mapa de bits. La instantánea
de lo que sólo fue instante o poso tierno de lo que fue reconfortante.
A estas alturas hace uno examen de conciencia y no duda de
que lo pasado, pasado está, y de que lo que esté por venir puede no ser mejor
pero sí más liviano. Uno es más sabio o menos cándido. Uno lima su ambición y
la encubre y se resigna y sabe refugiarse en el mutismo y en la pose ensayada y
puesta a prueba cien veces, mil veces o más. Uno ha vivido varias vidas, o las
ha conocido, o las ha intuido. Con eso basta para llenar los espacios vacíos,
los silencios, para disfrazar las cicatrices e inocularse ante las dudas. Ya no
se zozobra, se economiza en el gesto y la palabra. Hasta se puede mirar por
encima del hombro sin ofender por ello. También se registran los amores tenidos
o anhelados, las muescas en el alma, que no es más que el desván de la memoria
o el vestidor de la conciencia.